Entre los muchos retos que la enseñanza tiene figura en un
lugar prominente los malos tratos a la infancia. Se habla mucho, y con razón,
de la lacra que supone la violencia de género, de las medidas que desde todos
los estamentos se toman para acabar con ese mal. Sin embargo, como si de algo
de menor importancia se tratara, se omiten las consecuencias que esta forma de terrorismo afecta a los menores.
Vaya por delante un dato: España y Bulgaria son los dos
únicos países de la Unión Europea que no reconocen la psiquiatría infantil como
especialidad médica.
Y aún teniendo la seguridad de que alguien, o algo, moverá
ficha para ir diseñando estrategias para poner el foco sobre la problemática
que representan los 159 suicidios de menores de edad registrados el año 2017,
siempre camino en la seguridad de que las armas más poderosas con las que
cuentan los niños para hacerse fuerte ante
vivencias tan destructivas están en ELLOS MISMOS.
En el fin de semana del 7 al 10 de diciembre cayó en mis
manos “un mar violeta oscuro”, libro maravilloso escrito por Ayanta Barilli. En
él se relata la historia de tres generaciones de mujeres en permanente lucha
contra el destino que las va marcando.
A los que no somos críticos literarios, ni pretendemos serlo,
siempre nos queda la tristeza de no saber explicar las razones por las que un
libro nos llega y nos llena. El aviso que percibo de que estoy ante un libro diferente y
grande es lo mal que llevo el ir avanzando en él e ir entendiendo que se acerca el
final.
Sí hay algo en común que tienen esos libros diferentes: te
transportan a las vivencias de los personajes, a sus sentimientos, consiguiendo
que en muchos casos camines con ellos. Éste es el caso de “un mar violeta
oscuro”.
Y en ese caminar encontré estas frases:
“un puñetazo sobre la
mesa hizo saltar los cubiertos, chocaron los vasos y el agua de la jarra cayó
en el mantel ya estampado de cercos de vino tinto. Sandrina se levantó como un
resorte y huyó de allí tirando la silla al suelo. Su padre apuró la copa antes
de ir tras ella. Mi madre y yo nos quedamos sentadas, sin mirarnos. Oímos el
temblor metálico de la escalera de caracol. Mi hermana trepaba corriendo y
meándose encima, como un gato asustado. Mojaba los pantalones de su pijama de
ardillas, idéntico al mío. Por los huecos de la trama floreada de cada peldaño
caían hasta el suelo gotas de pis que mi madre y limpiamos a toda prisa antes
de que arriba cesaran los gritos, antes de que él decidiera bajar una vez
concluida su tarea.”
La protagonista, niña, se ve envuelta en una espiral de
violencia, relata con un estilo impecable su particular convivencia con el
hombre que es pareja de su madre. No necesita aclarar las formas ni las maneras
con que aparecen esos capítulos de violencia. Nos habla de “su tarea”.
“toco mi nariz, vuelvo
a sentir el frío en la punta al salir de clase de ballet y veo a mi madre, que
me tapa la boca con la bufanda. Mi más eficaz mecanismo de defensa siempre
consistió en ofrecer una apariencia de persona frágil y desamparada, Pero no lo
fui. Jamás lo he sido. Me vino bien asumir aquel rol. Como me vino bien ir de
tonta, y tampoco lo soy. Tengo una fuerza monstruosa y la inteligencia atenta y
previsora de un ave rapaz. Vi diluviar, pero no me mojé, nací con un
impermeable puesto. Y ahora lloro por todo, pero nada me doblega. Lo bueno de
las infancias difíciles es que lo que ha de llegar después apenas será un juego
de niños.”
Y nuestra niña, protagonista, pasa muy de perfil por los
entornos que de manera cómplice conviven con ella. Acusa y señala poco. Se
limita a vivir la vida que le ha tocado sacando la fortaleza que los niños
tienen. Años más tarde reflexiona sobre todo aquel mal que vivió. Con pocas
ayudas y menos apoyos llegó a la madurez con la seguridad que da “una infancia difícil como preparación a lo
que ha de llegar después que es un
juego de niños.”
“en esa guerra,
Caterina capituló en todo con tal de evitarme el horror, o al menos, el dolor
físico. Renunció a encontrar un hombre que la amara. Asumió unas decisiones que
la enfermaron, que la mataron. Pero a cambio, le prohibió que me tocara.”
En multitud de ocasiones las madres de estos niños, niña en
este caso, consiguen proteger de mil maneras la desgracia compartida con sus
hijas.
“sus errores me
iluminan, sus aciertos me deslumbran. De ella he aprendido la sumisión y la
fortaleza. Me regaló todo su tiempo y eso ha significado para mí la posibilidad
de vivir, la oportunidad de corregirme y mejorar. Tengo alergia al alcohol y
dejo de sentir las piernas. Voy al ginecólogo cada seis meses. He dejado de
fumar. Como con moderación. Hago gimnasia. Trabajo en lo que me gusta. Tengo
los hijos soñados. Amo al hombre justo. Me cuido.”
Y especialmente emociona el ejercicio de comprensión de la
niña que, aún teniendo presente cada día de su existencia aquella infancia
terrible, consigue convertirse en una adulta firme y fuerte.
“mis armas de guerra
eran el silencio, la disciplina, el instinto siempre alerta para rehuir
cualquier confrontación. Me sentía en peligro de muerte y estaba dispuesta a
sobrevivir como fuera. Tal vez por eso siempre me han dicho que lo más bonito
que tengo es la sonrisa. No es de extrañar, después de pasarme la vida entera
ensayando, sonriendo sin razón.”
Muy gráfica es la descripción de aquellas armas con las que
luchó durante aquel tiempo sacando lo mejor de sí misma echando mano de lo más
poderoso que tienen los menores: su fuerza interior.
Hoy he querido copiar varios párrafos que ocupan unas 2 hojas
de este libro de 406 con una doble intención:
Una primera intentando acercar a las personas a los libros
que reposan en las estanterías de nuestras librerías y que en muchas ocasiones
nos conducen a conocer vidas de personas “reales” y en algunas pocas ocasiones,
como es el caso de este fantástico “un mar violeta oscuro” no solo nos conducen sino que incluso nos sitúan en el
comedor donde saltaron los cubiertos, donde una niña trepa corriendo la
escalera y finalmente un maltratador concluye su tarea.
Y en una segunda dar valor a entidades y personas dedicadas a
ayudar a tantos niños y niñas que padecen o viven muy de cerca violencia diaria.