Recién terminada la guerra civil, miles de personas tuvieron
que abandonar España. Los motivos que movieron a tantos españoles a este éxodo
no fueron solo políticos; en igual número se vieron obligados a emigrar gran
cantidad de personas en busca de una vida profesional mejor. América latina fue
uno de los destinos más socorridos. Y entre todos aquellos posibles destinos
estaba Colombia.
Y en Bogotá, capital de Colombia, apareció un joven
matrimonio español. Recién casados decidieron utilizar una beca que le concedieron
a él para ejercer la medicina en Nueva York para más tarde acabar en la bella
capital colombiana.
Pasados unos meses la consulta del doctor empezó a funcionar
muy bien. La sala de espera siempre estaba repleta de pacientes que el “nuevo
doctor español” atendía con profesionalidad y dedicación. Pasado un breve
espacio de tiempo la familia, que ya contaba con un primer hijo nacido en Nueva
York, aumentó con un segundo hijo nacido en Barranquilla.
Una tarde la consulta del doctor se vio alterada por la presencia
de un “enfermo” especial. La voz de alarma la dio la secretaria que entre
paciente y paciente informó al doctor que dos personas solicitaban ser
atendidas. Uno de estos dos personajes había llamado la atención de la
enfermera pues se trataba de un ilustrísimo personaje de la época: el que hasta
escasas fechas había sido embajador español en Roma que por motivos políticos
había tenido que emigrar de Europa para acabar apareciendo en Bogotá. El doctor
le hizo pasar en primer lugar y la consulta médica duró un rato largo.
Acompañando a aquel político estaba Julián Ayesta, agregado cultural de la
embajada española en Colombia.
Así se conocieron Julián Ayesta y el doctor. Ambos eran
asturianos, el doctor de Oviedo y el diplomático de Gijón.
Julián introdujo a aquel joven matrimonio español en el
ambiente de la embajada española cuyo embajador era José María Alfaro. De esta
manera la joven pareja española fue invitada en múltiples ocasiones a la
embajada española en Bogotá: a cenas,
meriendas, tertulias literarias y fiestas. Y allí siempre estaba Julián… y más
de una vez, en aquellas variadas reuniones aparecía, invitado por el embajador,
aquel ilustre político republicano inmigrante en Colombia. Curioso resulta,
pasado tanto tiempo, como se malinterpreta y manipula la historia de tantas
personas; y es que aquel embajador español en Colombia nombrado por Franco
acogía en su embajada a personas de muy distintas ideologías. Y es que, como el
propio sr Alfaro contó a la esposa de “nuestro médico”, el dictador español,
conocedor de estas visitas de aquellos republicanos que por diferentes motivos
andaban exiliados por el mundo, siempre miraba para otro lado cuando españoles
eran atendidos en embajadas españolas; “son españoles” decía el Caudillo.
De esta forma entre Julián y el matrimonio del médico se fue
fraguando una intensa amistad que duró hasta la muerte de ambos…50 años
después.
Allí, en Bogotá, nació el tercer hijo del doctor.
Coincidiendo con estas fechas Julián contrajo matrimonio con Alicia, asturiana
perteneciente a una ilustre y conocida familia de Gijón. La amistad del médico
y Julián era ya tan importante y firme que el doctor acudió a aquella
importante boda como testigo por parte del novio.
A partir de aquel matrimonio la amistad de dos pasó a ser de
cuatro.
Recuerdo de manera muy inconcreta mi primera infancia: un
inmenso jardín…, mi primera visita al hospital con una inmensa brecha en la
frente…, un cuarto en llamas… y un hombre que con asiduidad visitaba nuestra
casa. Un hombre que hablaba muy alto, tan alto que parecía siempre gritar.
Divertido y cariñoso siempre tenía una palabra simpática hacía mi.
Recuerdo, años más tarde, a aquel hombre visitar nuestra casa
de Madrid. Y de entre aquellos gritos apasionados con los que aquel hombre
“hablaba”, empecé a descubrir una manera especial de relatar sus historias, una
forma de expresarse que le hacían ser el centro de cada conversación. Y no por
sus gritos, sino por su vasta cultural y su manera genial de contar las cosas.
De mi infancia pocas veces recuerdo a mis padres mostrarse
nerviosos y preocupados. Una de aquellas pocas ocasiones fue cuando mi madre me
despertó para ver por televisión junto a
ella la llegada del hombre a la luna; otra fue para de nuevo acercarme a la
televisión para escuchar juntos una noticia que conmovió al mundo: el asesinato
del presidente de EEUU John Fitzgerald Kennedy. Y una tercera fue para, esta
vez atenta a la radio, comunicarme que Julián, aquel hombre que hablaba tan
alto, figuraba entre los raptados por un grupo terrorista en Beirut.
Fueron varios días en donde la radio fue un miembro activo de
la familia. Las noticias iban contando la situación de nuestra embajada en
aquel lugar tan lejano de Madrid: había muertos y la suerte de los españoles
que allí estaban corría grave peligro. Finalmente nuestro amigo no sólo salió
vivo de aquella gravísima situación, sino que su gestión con los terroristas
había puesto a salvo a la delegación española en Beirut. Unos pocos
conocimientos de árabe y su siempre forma genial de captar a las personas
consiguieron lo que el gobierno español desde Madrid no era capaz: entablar
diálogo con los terroristas y solucionar aquel gravísimo conflicto.
Recuerdo otro día a mis padres vivir un disgusto enorme. La
discreción con la que en mi casa siempre se han conducido me impidió averiguar
el motivo de tanto dolor. No pregunté. Solo recuerdo algunas alusiones a la
casa de Gijón que el matrimonio amigo de mis padres tenía en Gijón… a la
piscina.
Recuerdo mi estancia en Berchtesgaden. Ya con 10 años. En
aquel lugar único apareció un matrimonio: se trataban del agregado cultural de
la embajada española en Viena y su mujer. Venían a visitarme. Aquella es la
primera oportunidad que recuerdo a aquel hombre siendo ambos, él y yo, dos “adultos”.
Ocupamos el día en pasear entre lagos y
bosques. No habló a gritos. Sereno me fue contando las mil historias que
escondían aquellos preciosos lugares de Baviera. Tengo en mi memoria muy viva
la imagen de aquel matrimonio partir en un inmenso coche negro camino de Viena.
Recuerdo un fin de semana, pasados unos pocos años, invitado
en una casa de Gijón. Era la casa que el matrimonio amigo de mis padres tenía
en la ciudad asturiana. La vivienda era una preciosidad; con un inmenso jardín
y una pequeña piscina. Llamaba la atención que aquella piscina tenía cemento en
lugar de agua. No pregunté. Años más tarde supe que allí murió ahogado uno de
los niños del matrimonio amigo de mis padres. Con todo, aquella preciosa casa
tenía algo mucho más interesante que las paredes y los muebles: era Pilar, una
14 añera hija de aquel diplomático español que consiguió
salir airoso, junto a toda la delegación española, en Beirut. Pilar tenía la
alegría de su padre, era guapa y divertida. Paseamos por la playa de Gijón y
compartimos comidas y cenas junto a sus otros 3 hermanos. Pero para
mí, como no podía ser de otra forma, ni la piscina, ni la casa y los hermanos tenían importancia. Pilar ocupaba toda mi atención.
Hace una semana, la última de este año 2018, visité como
tantas veces la LIBRERÍA LE. Allí mantuve una charla con Rodrigo, propietario
de este establecimiento por cierto nombrada la mejor librería del año en el año
2107. Le hable de la gratísima sorpresa que me había causado la última novela
finalista del premio planeta: “un mar violeta oscuro” de Ayanta Barilli; charlamos de la
dificultad que tengo de encontrar escritores españoles que me llenen. Y fue
entonces cuando me comentó que “existía un libro pequeño de 86 páginas de una
enorme belleza de un escritor fallecido hace ya 20 años. No se le conoce
ninguna obra más ni se sabe demasiado de su autor. El corto relato se titula
“Helena o el mar del verano” y se le considera uno de los diez libros más
importantes de la narrativa española del siglo XX.
Su autor Julián Ayesta, un asturiano de Gijón, diplomático de
carrera.
Portada del libro "Helena o el mar del verano"