Escuchar hablar a terceras personas de sus familias, más
concretamente de hijas e hijos, siempre me ha producido rechazo. En primer
lugar por considerar que estás exportando la parte más importante de tu
intimidad y en segundo lugar porque raro es encontrarse con sujetos que, en el
ejercicio de relatar la vida de sus vástagos, no caigan en el error de
sobrevalorar todas sus bondades. Cierto es que lo que mueve a los padres a
pensar que nada hay parecido a sus hijos está al 100% motivado por el amor; y
ese argumento disculpa y perdona tanta falta de equilibrio.
Rara vez he escrito algo sobre mi familia. Y entre otras
muchas cosas por intentar ser coherente conmigo mismo al haber inculcado a mis
hijas, a mis tres hijas, que el valor que los padres más vamos a aportarles a
sus vidas es la fortaleza de ánimo y el valor de su esfuerzo. Que huyan de
cualquier alago “excesivo”, incluso el que venga de nosotros, madre y padre, en
el convencimiento de que justo esa alabanza es la más distorsionada.
Pero hoy me veo forzado a una excepción. Obligado por los
sentimientos, traigo aquí un pequeño homenaje en modo de escrito a uno de los
miembros de mi familia.
Hace aproximadamente 14 años mi hija Beatriz, por aquel
tiempo con 9 años de edad, y yo emprendimos el camino desde Madrid hacia un
pequeño pueblo de Segovia. Días antes ambos habíamos decidido incorporar a la
familia a un nuevo inquilino: un perro. La negociación entre Beatriz y yo, por
un lado, y los demás miembros de la
familia, por el otro, fue ardua y dura; incluso en la votación previa perdimos
3 a 2, pero supongo que el voto de calidad del padre, en este caso yo mismo, y
la cara de “ternero degollado” que con notable habilidad utilizaba Beatriz en
las negociaciones hizo que en un momento de descuido y duda de las vencedoras en los comicios saliéramos por la puerta con la ilusión, LA ILUSIÓN, de
conseguir un perro para engrosar la familia.
El dicho popular dice que la llegada de un hijo a cualquier
familia hay que celebrarla doblemente porque suele venir acompañada de un pan
debajo del brazo. Y así fue en nuestro caso, puesto que de camino a Segovia
recibí una llamada al teléfono móvil. Al otro lado de la línea telefónica una
voz femenina me informó que habíamos ganado un concurso al que por aquel tiempo
podías optar si durante la retransmisión de un partido de fútbol llamabas a un
número que aparecía en el inferior de la pantalla. Sólo una vez concursé en mi
vida; y fue aquella. Así que en nuestro caso el dicho popular fue cierto.
¿Casualidad? No lo sé. Pero la realidad es que aquel perro venía acompañado de
la Diosa Fortuna.
Y llegamos a la casa de la señora de la cual una entendida y
buena amiga nos había hablado como poseedora de una camada de golden retriever.
Y allí, en un pequeño patio, estaban 7 cachorros de esta raza
de perros. Beatriz, estudiosa de los temas que le interesan (y éste le
interesaba mucho) me había adoctrinado a la perfección; “si estamos una media
hora observando a la camada podremos averiguar el carácter de cada uno de los
perros”.
Y así lo hicimos.
De aquellos 7 animales de dos meses de vida, 6 brincaban y
jugaban sin atisbo de agotamiento. Simulacros de peleas, disputas por pequeñas
pelotas de juguete y veloces carreras a lo largo del patio ocupaban el tiempo
de los todos los perros…todos menos uno que sentado en una esquina, temblaba
con cara infantil y con aire melancólico. A Beatriz, como no podía ser de otra
forma, le llegó al alma aquel cúmulo de miseria. Y no hizo falta utilizar la
media hora de estudio programada; bastó la visión de aquel animal con actitud
de mendigo. Tal era la pena del perro que hasta yo le pregunté a la señora si
aquel cachorro estaba enfermo. “Es más retraído que los otros; incluso para
comer no se acerca al plato. Espera que terminen los otros para acercarse al
comedero y como habitualmente no queda ningún resto de sustento hay que darle
de comer después”.
Una hora más tarde entrabamos en casa con aquel desvalido
perro.
Así se produjo la incorporación de aquel ser desconocido para
todos los miembros de la familia.
Pasado un tiempo Sato, así le pusimos de nombre en homenaje a
un piloto de Fórmula 1 que con notable frecuencia acababa con su coche en la
hierba, fue incorporándose al ritmo de la casa. Con rapidez asumió las pautas
de educación que se le iban indicando al tiempo que iba marcando su
personalidad. Entre tímido y discreto fue dejando patente su estilo en la
familia. Ante decisiones que tomaban sus mayores siempre permanecía quieto,
como ajeno al mundo y siempre acompañado por la duda de qué hacer consigo
mismo. Siempre indeciso, siempre austero en los gestos permanecía atento a no
incomodar. Obediente y parco se ganó con calma el cariño de los miembros de la
familia con un principio demoledor: no molestar nunca. Y en pocas semanas
convirtió aquella votación que un mes antes había perdido 3 a 2 en un rotundo 5
a 0 a su favor.
En su afán de abrirse hueco en la familia utilizó una
estrategia diferente para cada uno. Beatriz estaba conquistada desde el mismo
momento en que ella fue la que llevó en su regazo en aquel viaje de vuelta de Segovia y Madrid.
Para Patricia, sobria y templada de carácter, Sato fue
reservando sus escenas más prudentes. Instalada en el tercer piso de la casa
aquella por aquel tiempo estudiante de arquitectura, Sato se lanzaba en muy
medidas ocasiones a la aventura de subir la escalera para regalar con una
visita a su hermana. El perro tuvo la habilidad de cimentar la relación entre
ambas sobre los pilares adecuados acoplándose a la perfección a los gustos de
Patricia: los aspavientos justos y la efusividad más ligada al silencio en
donde siempre ha encontrado perfecto acomodo nuestra hija Patricia.
Con Belén, Sato fue un inestimable compañero de fatigas.
Ambos, perro y mujer, convivieron en la preparación de una dura oposición.
Horas y horas de estudio durante largos años. Junto a aquella constante
estudiante, el perro permanecía largas mañanas y tardes escuchando como su
hermana repetía tema tras tema. Consciente de la importancia de aquel trabajo,
Sato escuchaba atento con la ilusión de que entre tema y tema Belén le
dirigiese alguna palabra. Así, entre aquellas cuatro paredes del cuarto de
estudio, se estableció un puente firme y eterno entre la estudiante y un perro.
Hoy pasados ya varios años, algunos pensamos que Sato tuvo algo que ver en
aquel final feliz a tantas horas de estudio; quizá su aportación fuera ayudar a
dominar los nervios a su hermana con un consejo sabio: “tú tranquila, intenta
exponer los temas de manera alta y clara…como cuando lo hacías conmigo”.
Con todo, la conquista más “inteligente” de Sato fue con
Patricia madre. Con paciencia infinita y conocedor de que él era la primera
experiencia para la ama de la casa de la compañía de un perro, se condujo como
esos enamorados sabedores de que la conquista merecerá la pena: con entereza,
temple y aguante. Miradas, guiños en su
conducta para esperar a algún día señalado para dar el hachazo definitivo; y
aquel día fue cuando Patricia, convaleciente de una molesta gripe, anduvo
algunas jornadas en cama. Y allí, postrado en la puerta de la habitación, Sato
permaneció largas horas hasta la recuperación de la enferma. Allí Sato se gano
el afecto y el cariño de toda la casa.
Una vez integrado en la familia Sato impuso su carácter
peculiar. Recuerdo su escasa empatía con otros perros. Para ellos reservaba muy
escasos gestos de afecto utilizando toda su coquetería canina para con los
dueños a los que regalaba siempre una cercanía sincera metiéndose siempre entre
las piernas de las personas para gran indignación de los otros perros que,
movidos por los celos o por el desprecio inusual de aquel perro, respondían con
frecuencia de manera agresiva contra Sato.
Aún así, y a pesar de sus múltiples intentos de aproximación
a los humanos, Sato fue tremendamente selectivo. Y haciendo notar que quizá en
alguna vida anterior fue un estirado lord inglés o un barón alemán del siglo
XVII, vendió muy caro su cariño a personas ajenas al entorno familiar. Entre
estos escasos íntimos figuraba Isabel, la primera persona con la que convivió
una semana forzado por un viaje de la familia. Cuando fuimos a recogerlo Sato
no fue especialmente efusivo con su cuidadora de la semana. Pasado un largo
tiempo Isabel apareció por casa y Sato, que normalmente reaccionaba de manera
metódica considerando a cualquier visitante un forastero y en muy pocas
ocasiones un amigo, la recibió de manera muy diferente: con una combinación de
pataleos y meneos de rabo dando muestras de una inusitada alegría.
La otra persona con la que firmó una relación especial fue
Rocío. Ésta, siempre efusiva y cariñosa con personas y animales, sintonizó de
manera especial y desde el primer momento con Sato. Aún así el perro, con la
dignidad de un afamado actor de cine que mide prudente sus gestos de cariño
hacia sus admiradoras, dejó para Rocío una firma diferente para llamar su
atención. Hace un año, Sato entró en un deterioro de salud importante que nos
hizo tomar la decisión de sacrificarle. La noche previa apareció Rocío por casa
con un enorme colchón recién comprado. “La última noche de Sato merece esta
cama”. Aquel gesto habla mucho del carácter y el estilo de Rocío; y para
todos aquellos que posicionan sus gestos en la materialidad de sus obras, aquel
regalo pareció algo un poco inútil.
Al día siguiente acompañamos Beatriz y yo a Sato a la clínica
para despedirnos del noble animal. María, su veterinaria, le hizo una última
revisión médica; y sorprendentemente el perro había experimentado una notable
mejoría. Una larga mañana de análisis y estudios clínicos terminaron en una medicación
detallada que provocó que Beatriz y yo volviéramos con Sato a casa al mediodía.
El animal, con la inmensa fortuna que la naturaleza les obsequia al desconocer
la existencia de la muerte, entró en casa directo a la cama que el día anterior
le habían regalado. Y allí durmió plácidamente un año más dedicando sus sueños
en forma de movimientos de carreras con las patas traseras, autentico motivo de
su existencia: correr por el campo, a sus más íntimos entre los que seguro está
Rocío.
Anécdotas de Sato: muy pocas.
Su comportamiento raramente dio lugar a castigos. No fue un
perro especialmente “gracioso”, si bien es cierto que yo tampoco colaboré
demasiado en ello ya que nunca le exigí cosas que fueran contra la naturaleza
de un perro. Nunca le pedí rasgos de habilidad ni intenté que fuera payaso o
sabio. Y si alguna vez demostró su especial sabiduría a modo de intuición es
forzoso recordar una sugerencia que desde el silencio tuvo a bien darme. Y es
que en cierta ocasión Juan Carlos, empleado de mi empresa, acudió a la puerta
de casa para la entrega de una documentación. Así que aproveché su visita para
dar un paseo con Sato y con aquel “desconocido”. Recuerdo que en aquella
ocasión, y posiblemente en una única ocasión, Sato se mostró especialmente
esquivo y distante. No respondió a ningún gesto de aquella persona y se limitó
a pasear a una prudente distancia. Años más tarde comprobé la sapiencia
enigmática y sobrecogedora de los animales dotados de una percepción que les
permite situar a los humanos utilizando escasos segundos en el lugar en donde
los humanos tardamos años y años.
Sabio fue también Sato cuando ayudó e inspiró a la familia
apoyando aquellos fieles mensajes: “paseando a Sato”
Su aportación a la familia fue siempre desde su carácter
íntimo y tranquilo. Si la vida de los perros es siempre esperar, en el caso de
Sato fue un rasgo muy importante de su personalidad.
Con dignidad de la que carecen la mayoría de los humanos,
Sato comenzó a avisarnos de su deterioro con su indecisión a la hora de tumbarse.
Más tarde las dificultades para ponerse en pié aumentadas por la mesura y
ponderación de su carácter que le obligaban a mantenerse fiel en su código de
conducta: no molestar. Jamás un ladrido pidiendo ayuda. Su respetabilidad le
aconsejaba intentarlo una vez tras otra.
Lejos está aquel melancólico perro.
Y cerca está el fiel, soso, sabio y obediente perro.