Nunca he sido aficionado a cuidar en exceso mi aspecto
físico. Con escasos 12 años acompañé a un amigo, mi recordado Ángel, a un
gimnasio situado cerca de la Puerta del Sol; los 60 minutos de ejercicios
fueron mi primera y última experiencia en los ahora llamados GYM. Eran los años
90.
Ahora, y ya aposentado en una edad repleta de pequeños avisos
que el cuerpo te manda, suelo caminar cada día. Sin rumbo fijo, ni horarios ni
recorrido trazado, sin el “control” de aparatos de nueva tecnología que te
indican los pasos dados, los que deberías de haber dado, kilómetros andados y
ritmo cardiaco.
Mi placer es más improvisado. Desde la Plaza de Cibeles a la
Plaza de Castilla…desde el Retiro a la Plaza de Callao… caminar a ritmo lento y
con nula compañía.
Una excepción hay en estas rutinas: el paseo matinal que
comencé hace un par de años de manera “probativa” a través de un camino de
arena cercano a mi casa que se ha ido convirtiendo en una rutina firme. Los 45
minutos de estas tempranas horas son ya una “obligación”.
En estos paseos he aprendido a conocer a mis “compañeros” de
paseo. La ciclista joven que, equivocando el entorno y los colegas de ruta, se
inspira más en una etapa del Tour de Francia esquivando niños, abuelos y todo
lo que se encuentra a velocidades de vértigo; la pareja de señoras de cierta
edad que, equipadas con camisetas último modelo, marchan a buen ritmo sin
cruzar palabra entre ellas y por supuesto con nadie que se les cruce.
De entre todos estos “aficionados” una escena se repite un
día sí y otro también: una chica de unos 30 años acompañado de un niño de unos
8 años, supongo madre e hijo por el tremendo parecido entre ambos.
Ella camina teléfono en mano, sin parar de mandar y recibir
whatsup. Y el niño deambula junto a ella, delante, junto a ella y la mayoría de
las veces detrás. Sorprende el conocimiento que la madre tiene del recorrido,
incapaz de separar su mirada de la pantalla, sortea obstáculos y traza curvas
del recorrido con una habilidad y seguridad digna de admiración.
Raro es el día en que no comparto algunos metros con la
pareja madre-hijo.
Siempre igual: madre/teléfono y junto a ellos el niño. Y el
tiempo en que el niño pensaba podía estar dedicado a contar su semana, o
dedicado al invento de algún juego o preguntar, consultar a la “conocedora de
todos los hechos” se ha ido transformando en descubrir que el paso de la
infancia a la adolescencia va a ser una aventura que tendrá que hacerla sólo.
Su madre absorta en la pantalla le ha ido transmitiendo un mensaje claro: ha
decidido colocar al niño como un añadido a “la vida del teléfono móvil” más
amado y agradable que su hijo. Una única excepción: en alguna ocasión la madre
requiere la atención del niño para hacerse un selfie con él. “Sonrisa porfa”
…”genial”… y continúa el paseo de los tres -madre, hijo y teléfono- y quién
sabe si de alguien más: aquel o aquellos al que la madre ha enviado de
inmediato la instantánea del chiquillo “sonriente y feliz”.
El móvil se podrá cambiar, incluso sustituir por otro más
avanzado, nuevo. Los hijos no.
Y así caminan nuestros niños hacia un futuro incierto lleno
de preguntas a responder por el amigo más cercano o con el apoyo del socorrido
google. Asistimos a los nuevos modelos de familia, construidos sobre el
malévolo postureo de unos padres instalados en una eterna adolescencia.
Mientras castiguemos a los niños a esta terrible soledad
nadie, nada más que nosotros, seremos culpables de la “soledad de los mayores”.
Acompañamos a nuestros niños al mundo de los adultos consagrado a los teléfonos
móviles y los selfies. Y en el futuro, acomodados en alguna económica
residencia, comprobaremos que ni siquiera seremos protagonistas de algún selfi
Hace tiempo escuché a Luis del Val unas reflexiones sobre el
tema; venía a decir “los ciudadanos, tan
volcados en sus teléfonos digitales, se olvidan de la vida. Mientras en un
paseo, puedes volver por el sitio por el que has venido, en el camino de la
vida, nunca puedes regresar, no a la distancia de varios años anteriores, sino
ni siquiera al minuto anterior”.
Empieza a ser limosna el tiempo dedicado a nuestros niños.