Memoria histórica
En el barrio del Retiro de Madrid existe una calle que, tal y
como vienen los tiempos, de manera sorprendente, conserva en la actualidad
idéntico nombre que hace 50 años: Avenida de Nazaret.
Allí pasé los primeros años de mi niñez.
Recuerdo siempre el mes de julio como una época de extremo
calor en Madrid en el que durante el día parecía que el cielo se acercaba a la
tierra para darnos una tregua durante la noche en donde las sombras eran
permanentes.
Algunas noches mi madre me regalaba un paseo hasta el cercano Parque de El Retiro
para tomar una horchata.
Eran los años 60-70.
Recuerdo aquellas noches como “el plan de mi vida”. A las
11.30 recogíamos a mi amigo Javier en el portal de su casa, y los tres
comenzábamos el paseo de aproximadamente un kilómetro hasta el Parque. Junto al
camino en pendiente, Javier y yo, teníamos pequeños arbustos por los que nos
introducíamos convirtiéndolos en selváticos y frondosos bosques llenos de
increíbles y portentosos peligros. Mi madre caminaba algunos metros detrás; nos
perdía de vista durante largos minutos; iba a su ritmo y nosotros al nuestro en
la seguridad de que al llegar a la calle Menéndez Pelayo siempre aparecíamos. La
última parte del recorrido transcurría por el Paseo del Duque Fernán Núñez que
nos llevaba hasta La Rosaleda.
Y allí se encontraba el kiosko elegido por mi madre para
tomar el refresco milagroso. Porque milagroso era que en tan corto espacio de
tiempo pasáramos de los peligros de la selva a estar en un bar de alguna muy
lejana ciudad degustando un vermut o un whisky, aquella bebida prohibida para
niños de 10 años, pero que gracias a aquellas noches estábamos consumiendo.
Nadie ni nada nos iba a convencer que aquella horchata no era la bebida
alcohólica que consumía Humphrey Bogart
en Casablanca.
Hacia las 12.30 emprendíamos el camino de vuelta. Esta vez de
manera más reposada. Junto a mi madre.
Llegando a casa salía a nuestro encuentro la figura del
“sereno”, personaje habitual de la noche cuya misión era encargarse de la noche,
vigilar las calles y regular el alumbrado público. Acompañando a Blas, ese era
el nombre de “nuestro sereno”, siempre iba asociado el ruido de las llaves que
llevaba en su bolsillo: era con las que permitían socorrer a aquellos
despistados que muy de noche habían olvidado las suyas en casa. De esa manera
Blas tenía el acceso libre a todas las viviendas, conocía qué domicilios
estaban vacíos, qué inquilinos estaban de vacaciones. Armado con su inseparable
garrota y un silbato pasaba las noches siendo los ojos de las familias,
compañero de aquellas adolescentes que a escondidas de sus padres regalaban un beso
a su primer amor. La complicidad del sereno permitía guardar el secreto; ¡cómo
no iba a hacerlo! Blas se resguardaba en las frías noches de invierno en el
interior del coche de algunos vecinos que amablemente le cedían las llaves del
mismo; y una de aquellas generosas familias era la de la joven amante.
Hoy, en nuestro 2019, se han transmutado muchas cosas.
La Avenida de Nazaret permanece en su sitio. Y el kiosko
sigue allí, pero con una notable diferencia: las puertas del Parque de El
Retiro se cierran a las 24.00 horas de la noche. Y los arbustos que Javier y yo
de la mano de nuestra fantasía convertíamos en selvas llenas de peligros ahora
encierran peligros reales.
Se dice que la historia la escriben los historiadores; o los
políticos y/o los pensadores. Los avances son tantos y se producen de manera
tan vertiginosa que uno solo puede contemplar el presente en espera de que las
siguientes generaciones marquen las bondades o malicias de lo vivido ahora.
En la contemplación de la reescritura de los tiempos pasados,
no puedo evitar mirar hacia atrás y agradecer no solo a mi madre, ideóloga de
tan maravillosos planes de mi infancia, sino también a aquellos gobernantes que
dieron cobertura a aquellas vivencias.
Es mi memoria histórica.