Paraísos perdidos



Traigo hoy a este blog un escrito  aparecido en el ABC del día 18 de octubre del 2019.
Me vi tentado a firmarlo como mío. Un pecado venial comparado con la moda del “cortar y pegar” instaurada y dada ya como correcta que en los últimos tiempos los políticos han incorporado a nuestra sociedad.
Cuidaré la tranquilidad de mi conciencia intelectual, de momento, y me mantendré libre de esos pecados y reconozcamos el valor de las personas autoras de literatura tan delicada, perfecta e impecable; Pedro García Cuartengo es el autor de este artículo maravilloso. Y mi suerte fue haberlo leído y mi mérito es tener la posibilidad de transmitirlo a los aproximadamente 250/300 lectores que siguen cada escrito de este blog.
Esta vez toca compartir el placer que produce la lectura de algo tan sencillo y maravilloso.
  

PARAÍSOS PERDIDOS

Lo que cuenta es haber podido disfrutar de esos instantes en los que nos hemos sentido inmortales
Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Estas palabras no son mías sino de José Luis Borges y pertenecen a “Los Conjurados”, que es una especie de testamento literario del escritor argentino.
            Un Borges ciego y próximo a la muerte concluye esta lamentación con una frase que se me quedó grabada al leer este libro: “No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”. Es cierto: es imposible darse cuenta de que uno es feliz en el presente. Sólo el tiempo nos hace tomar conciencia de la plenitud de lo que hemos experimentado.
          La felicidad, los paraísos perdidos, los momentos dichosos están escondidos en nuestros recuerdos y sólo afloran mediante la nostalgia. El pasado es un país seguro y tranquilizador en el que sobrevive todo lo que no volverá jamás.
              El paraíso perdido por excelencia es la infancia, una etapa en la que vemos el mundo con ojos asombrados y en la que la vida se nos presenta como un libro lleno de hojas en blanco que hay que escribir.
            Quizás haya llegado a esta conclusión porque tuve una infancia feliz. Era querido por mis padres y nunca sentí la angustia de estar en este mundo porque me sentía protegido. Esa sensación desaparece gradualmente cuando se van cumpliendo años.
            No es cierto que la última parte de la vida sea la mejor porque, a partir de los 50 años, empezamos a ser conscientes de nuestra fragilidad y de que todo lo que amamos depende de un hilo muy tenue. A los 60, ya hemos visto tomar el camino de la tumba a la generación que nos precedió. Y eso es una amarga lección que no podemos soslayar.
            Cuando Kane está a punto de expirar en Xanadú y murmura en su último aliento la palabra “Rosebud” en lo que está pensando en el trineo en el que se deslizaba por la nieve cuando era niño. No se acordaba de su riqueza ni de su poder . Añoraba los inviernos de su infancia.
            El tiempo es lo único que no podemos comprar y, por eso, el pasado va adquiriendo un aura mágica en la medida que envejecemos. Los paraísos perdidos son nuestro primer beso, una tarde de verano en el río o el capitán Achab en busca de la ballena blanca, la primera película de la que guardo memoria.
            
             Vivimos en una sociedad que ensalza el dinero, la fama y el éxito profesional, pero esas cosas son muy poca cosa en el momento de dejar este mundo. Lo que cuenta es haber podido disfrutar de esos instantes en los que nos hemos sentido inmortales sin ser conscientes de la herida del tiempo.
            Realmente no sé muy bien a cuento de que vienen estas reflexiones dispersas. Quizás porque el presente me interesa cada vez menos y estar retrocediendo a un pasado en el que el principio y el final se mezclan en una borrosa película en la que emerge la figura de mi padre, muerto hace casi 30 años. Hoy tengo la misma edad que él cuando falleció.
   
Pedro García Cuartengo

                                                                         Baiona